sábado, 31 de octubre de 2015

LOS OMEYAS. I

En 1031 toda Europa quedó atónita cuando se difundió la noticia de que el aparato político y militar que dominaba gran parte de la Península Ibérica desde la ciudad de Córdoba se había derrumbado.
Usaré una serie de palabras algo compleja para definir aquel Estado que desapareció en la primera mitad del Siglo XI porque, aunque cueste creerlo, no tenía nombre. Y esta cuestión tan extraña de que un Estado que duró dos siglos y medio no tuviera nombre es algo que ha influido hasta hoy en día en el concepto que siempre se ha tenido de aquel fenómeno histórico. Porque el nombre de al-Ándalus no se le puede aplicar, ya que éste es un concepto mitad geográfico, mitad cultural, pero no político. Al-Ándalus en un principio era como llamaban los norteafricanos a la Península Ibérica, pero con el tiempo pasó a significar como aquella porción de la Península gobernada por musulmanes, fuesen quienes fuesen.
Si lo denominamos Califato de Córdoba, solo hacemos referencia a una etapa, la segunda, que compone su Historia, pues la primera etapa se denomina Emirato Independiente de Córdoba. Si hablamos de dinastía Omeya, olvidamos que en los últimos años quien gobernó durante un período importantísimo fueron los amiríes, no los omeyas, aunque hubo un intento de restauración.
El simple hecho de que aquella gran potencia carezca de un nombre que la pueda definir adecuadamente ya es indicio de la situación cambiante y la enorme inseguridad en que vivió aquel Estado.
En los comentarios que voy a publicar sobre la Córdoba imperial islámica intentaré dejar claro que aquel Estado fracasó absolutamente, aunque tuvo sus momentos de esplendor, y que Córdoba fue durante aquel tiempo una ciudad imperial, al estilo de Constantinopla durante la Edad Media.
La desaparición de aquel Estado fue un golpe mortal para el Islam en la Península Ibérica y abrió la puerta a una alternativa de unidad, protagonizada en esta ocasión por los reinos cristianos.
En este primer comentario hablaré exclusivamente de la formación del Estado cordobés, de las causas que favorecieron su aparición, de los obstáculos que encontró en su nacimiento y de sus primeros momentos de vida.

Estrecho de Gibraltar.

La primera pregunta que debemos hacernos es ¿quiénes eran aquellos primeros invasores del año 711? Evidentemente soldados; pero hay que tener en cuenta algo muy importante, se trataba de soldados de fortuna; es decir, que la mayoría de ellos eran gentes que veían en el uso de las armas una forma de ganarse la vida y obtener riquezas. Sus capitanes eran ciertamente una serie de caudillos militares de origen árabe, que teóricamente dependían del califa de Damasco. Musa Ibn Nusayr era gobernador de la provincia de África y Tarik Ibn Ziyad su comandante; ambos estaban en sus cargos por voluntad del califa al-Walid, pero la lejanía de Damasco les hacía prácticamente independientes. Tanto es así, que en 713, cuando aún la conquista de la Península no estaba concluida, al-Walid amonestó a Musa por su proceder excesivamente autónomo.
Los que llegaron a la Península en 711 eran, por tanto, una aristocracia militar que buscaba victorias y riquezas y que actuaba de forma muy independiente. Como su número era reducido habían reclutado a la tropa entre los beréberes, la mayoría de ellos gente rústica a la que se le había prometido un abundante botín y un puesto en el paraíso. Aquellos beréberes de Tarik se habían convertido al Islam hacía pocos años, de la lengua árabe probablemente tenían un escaso manejo. Se habían unido a los capitanes árabes porque creían firmemente que junto a ellos prosperarían en todos los sentidos.
Musa envió a Tarik a la Península porque recibió una solicitud de parte de un grupo de nobles visigodos. Este partido estaba organizado en torno a los hijos del difunto rey Witiza. Éste había muerto en 710 y su hijo Agila alegaba ser el legítimo heredero de la Corona. Sin embargo, para su decepción, otro grupo nobiliario rival coronó a Roderico, conocido por nosotros como Rodrigo. Como la monarquía visigoda era electiva, los partidarios de Roderico vieron como un hecho legítimo la coronación de su candidato. Pero Roderico solo contaba con el apoyo de una parte de la nobleza; los hijos de Witiza y sus aliados conspiraron desde el primer momento contra él. Además, eran numerosos los nobles que buscaban desembarazarse de la autoridad real y actuar con plena libertad en sus respectivos dominios. Aquella nobleza levantisca esperaba de los soldados de Musa que venciesen a Roderico para que de nuevo volviese la pugna por instalar en el trono a un rey favorable a sus intereses, a cambio acordaron recompensarles adecuadamente.


                                     Moneda acuñada por el rey Witiza.


Tarik llegó a la Península en 711 con 7.000 beréberes, a los cuales se unieron poco después otros 5.000; Roderico les salió al encuentro a orillas del río Guadalete según unos, a orillas del Barbate según otros y a orillas del Guadarranque según otros. En la batalla murió Roderico y el ejército hispano-visigodo sufrió una gran derrota.
La misión de Tarik era entonces aniquilar a los partidarios de Roderico, para ello contaba con el apoyo de muchos nobles hispano-visigodos; entre los más destacados, los familiares de Witiza. Es en este justo momento cuando Tarik comprende que en toda la Península no existe un ejército que pueda oponérsele; es más, una parte importante de la nobleza peninsular desea que imponga orden, eso sí, preservando sus privilegios.
Desde Cádiz, Tarik se dirigió a Medina Sidonia, Morón y Sevilla. Esta última ciudad estableció un pacto con los musulmanes según el cual los sevillanos se comprometían a pagar un tributo y derruir parte de las murallas. Desde allí se dirigió a Toledo, donde se reunió con Musa, que había llegado a la Península con 18.000 soldados de refuerzo. Entre los recién llegados se encontraban numerosos aristócratas árabes y yemeníes, acompañados por sus clientelas.
La mayor parte de la nobleza hispano-visigoda capituló y estableció pactos con los musulmanes, sometiéndose a ellos a cambio de conservar sus bienes y sus privilegios. Las capitulaciones (sulh) fueron individuales, porque el Estado había desaparecido y solo los soldados musulmanes eran capaces de garantizar cierta estabilidad. Quienes se opusieron al dominio musulmán perdieron sus tierras, que pasaron a ser propiedad de la umma o comunidad musulmana en concepto de botín. Los que capitularon, llamados dimmíes, conservaron sus derechos, aunque debían pagar un tributo.
Es evidente que aquellos musulmanes de comienzos del Siglo VIII se comportaban como una clase militar que vivía principalmente de los tributos, ya que la mayor parte de las tierras permaneció al principio en manos de la nobleza hispano-visigoda. No tenían los conquistadores muchos deseos de que se produjeran conversiones masivas al Islam, ya que esto supondría una reducción drástica de la recaudación de impuestos.

                    Iglesia visigoda de San Pedro de La Nave, Zamora, siglo VII.

Desde un principio este grupo militar actuó con mucha independencia con respecto a Damasco, capital del Califato; prácticamente se limitó a solicitar del walí de África la ratificación de los gobernadores de al-Ándalus.
Pero el sistema era sumamente inestable, sobre todo porque desde el comienzo aquella clase militar estableció rígidas jerarquías dentro de ella misma; árabes y yemeníes se quedaron con las mejores tierras y la parte más rica del botín y entregaron a los beréberes las tierras yermas y frías de la Meseta. El reparto de tierras y bienes no se hizo conforme a ley islámica y cada uno tomó lo que pudo, sin reservarse la quinta parte (jums ) para el Califa y quedando para los beréberes lo peor. Sobre esto Ibn Hazm afirma lo siguiente:

“…en al-Andalus jamás se reservó el quinto ni dividió el botín, como lo hizo el profeta en los países que conquistó, ni los conquistadores se avinieron de buen grado a ello ni reconocieron el derecho de la comunidad de los musulmanes, como lo hizo en sus conquistas Umar; antes bien, la norma que en esta materia se practicó fue la de apropiarse cada cual de aquello que con sus manos tomó.”

               Moneda acuñada por Musa Ibn Nusayr.

De esta forma el descontento de los beréberes fue en aumento hasta que en 740 se sublevaron en el Magreb. De inmediato la rebelión se extendió por toda la Península, donde componían una tropa aguerrida. Los beréberes se organizaron en tres columnas; una se dirigió a Toledo, otra a Córdoba y la tercera al Estrecho. Siendo informado de estos hechos, Hixam, califa de Damasco, envió al Magreb un ejército (yund) compuesto por sirios vinculados estrechamente a los Omeyas; sin embargo, fueron derrotados por los beréberes. Una parte del ejército sirio al mando de Baly Ibn Bisr huyó hacia el Oeste, llegando a Ceuta.
Ocurrió entonces que el gobernador de al-Andalus, Abd al-Malik Ibn  Qatan, ante la amenaza de la rebelión bereber en la Península permitió que el yund sirio entrase en al-Andalus en el 741. Estas tropas derrotaron a los beréberes de la Península, pero después no mostraron interés ninguno en regresar a su país de origen ni volver a combatir en el norte de África, sino que decidieron quedarse, convirtiéndose en la fuerza militar dominante, instalando en el gobierno a su jefe Baly Ibn Bisr .
La aristocracia árabe que se había visto al borde de la catástrofe con los beréberes se negó después a que los sirios se asentaran, dando lugar a violentos enfrentamientos que sólo terminaron cuando el califa Hixam envió a Abu al-Jattar al-Kalbi como gobernador, a quien se atribuye la solución de permitir asentarse a los sirios, acabando las disputas con los árabes.
Los sirios se establecieron sólidamente y acordaron alianzas con la nobleza hispano-visigoda, mientras los árabes acabaron resignados ante la evidencia de que solo el yund sirio era capaz de mantener la inestable situación peninsular. Aquellos acuerdos promovidos por los intereses de las distintas partes permitieron un cierto clima de paz mientras el Califato Omeya de Damasco se desmoronaba; en 744 el califa al-Walid era asesinado.
Sin embargo, la ausencia de un verdadero Estado, es decir, de una organización política sólida, hizo que el sentimiento tribal (asabiyya) ocupase aquel vacío institucional y provocase de nuevo una serie de enfrentamientos, esta vez entre árabes del Norte (qaysíes) y yemeníes. Como consecuencia los qaysíes, apoyados por otros descontentos, se rebelaron contra el walí al-Jattar, lo derrotaron en batalla campal y colocaron en su puesto a Tuwaba Ibn Salama en 745. Fallecido éste, los árabes nombraron en 747 al que sería el último walí dependiente de Damasco, Yusuf al-Fihri.
La respuesta de los yemeníes no se hizo esperar, organizaron una gran coalición que se enfrentó a los qaysíes en 747 en la alquería de Saqunda, junto a las puertas de Córdoba.  Yusuf al-Fihri venció a los yemeníes en aquella batalla con el apoyo de el pueblo hispano-visigodo de la ciudad; las represalias fueron terribles y hubo muchas ejecuciones.
Al-Fihri comprendió que la organización tribal era el principal obstáculo para la construcción de un Estado andalusí, sobre todo teniendo en cuenta que la autoridad del Califato de Damasco se diluía cada día más. En 750 la familia de los abbasíes llevó a cabo una matanza de omeyas en la capital califal de Siria; muy pocos escaparon, entre ellos Abd al-Rahman ibn Marwan, que se refugió en el Magreb.
Cuando Abd al-Rahman supo que en al-Ándalus había un numeroso grupo de clientes de los omeyas que habían llegado allí con el yund sirio, se puso en contacto con ellos a través de sus agentes. Después mantuvo contactos con el walí al-Fihri y con al-Sumayl, líder de las tribus qaysíes, pero ambos se negaron a apoyarle. Entonces Abd al-Rahman dio un giro y buscó una alianza con los yemeníes.
En 755 Abd al-Rahman desembarcó en Almuñecar, ante lo cual al-Fihri y al-Sumayl intentaron negociar con él, ofreciéndole bienes y propiedades. Fracasada la negociación,  Abd al-Rahman llamó en su apoyo los clientes omeyas, a los yemeníes y a los beréberes; posteriormente se enfrentó con al-Fihri en Al-Musara, cerca de Córdoba, donde obtuvo la victoria. Tras entrar en Córdoba fue proclamado emir de al-Ándalus.
No obstante, Abd al-Rahman I se enfrentaba ahora al mismo problema al que se enfrentó al-Fihri poco antes: la construcción de un Estado en al-Ándalus. Para alcanzar este objetivo debía romper la organización tribal que tantos enfrentamientos había provocado entre los conquistadores musulmanes. La primera sublevación a la que hubo de enfrentarse fue a la de sus propios aliados, los yemeníes. Después se vio obligado a reprimir a los partidarios de al-Fihri que todavía quedaban y que se mantuvieron hasta 765. A estos últimos se les unieron los beréberes, incansables revoltosos.
Desde luego que  Abd al-Rahman I contó con numerosos apoyos; entre ellos quizás el más importante el del yund sirio. También le apoyaron nutridos grupos de omeyas, que se apresuraron a entrar en la Península Ibérica en este momento y que formaron una extensa clientela que acabaría siendo el grupo privilegiado y dirigente de al-Ándalus durante los siglos IX y X. Estos omeyas de la tribu de Marwan obtuvieron pensiones, tierras y exenciones fiscales, ocupando junto al soberano y sus parientes más próximos el escalón más alto de la jerarquía social y palatina de Córdoba.
Otra necesidad de Abd al-Rahman I era organizar un ejército andalusí desvinculado de la organización tribal, para ello reclutó a 40.000 beréberes norteafricanos y esclavos de Europa Meridional. Las crónicas de los Ajbar Maymua resumen así la política de Abd al-Rahman I:

“Se rodeó entonces de una guardia de clientes, y reunió en torno a sí a los Banu Omeya de Córdoba, que tenían allí familias espléndidas y ricas, así como numerosos beréberes y otras gentes.”

Para recompensar a estas numerosas clientelas y pagar el ejército de mercenarios Abd al-Rahman I se vio obligado a aumentar considerablemente la recaudación fiscal; esto lo hizo básicamente a costa de los cristianos. Como ejemplo, obligó en 758 a los mozárabes de Qastiliya (Ilbira) a pagar 10.000 onzas de oro, 10.000 libras de plata, 10.000 cabezas de caballos y mulos y 1.000 equipos militares compuestos de armadura, casco y lanza.
Por otra parte confiscó los bienes de muchos nobles hispano-visigodos, violando los pactos del 711. Incautó los bienes de los descendientes del conde Teodomiro y los de los hijos de Witiza.
En 785, tras comprar la basílica de San Vicente a los mozárabes de Córdoba, la hizo derruir y en el solar comenzó a construir la mezquita aljama de Córdoba. Por esas mismas fechas construyó el Alcázar de Córdoba frente a la mezquita y el río, en el mismo lugar  que ocupaban las antiguas dependencias administrativas del gobierno visigodo y de los antiguos walíes.

                        Puerta de San Esteban de la Mezquita de Córdoba. Época de Abd al-Ranmán I.
Como hemos podido comprobar, entre 711 y 755 la Península Ibérica se vio sometida alternativamente a luchas de facciones y sus consecuentes pactos con un fondo político e institucional caracterizado por la ausencia del Estado. Fueron los grupos armados los que impusieron en cada momento su voluntad, ya fuesen árabes, yemeníes, sirios o beréberes. La nobleza hispano-visigoda acabó pagando caro su egoísmo y falta de visión, pues perdió los privilegios y bienes que intentaba salvaguardar y terminó desapareciendo a la postre.
Los omeyas apuntalaron su poder rodeándose de una clientela privilegiada, a la que había que recompensar constantemente por su fidelidad. El control de los territorios se basaba al fin en el mantenimiento de un costoso ejército de mercenarios y esclavos. Aquel Estado, por tanto, carecía de sólidos cimientos, y toda su Historia es la de la perpetua amenaza de sublevación.

En la siguiente entrada de esta serie veremos como evolucionó el Estado Omeya, en una huída hacia adelante sin interrupción.   

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