viernes, 13 de noviembre de 2015

LOS OMEYAS. II

En la entrada anterior de esta serie expuse de forma breve una serie de ideas sobre los acontecimientos históricos que tuvieron lugar en la Península Ibérica entre 711 y 788. Vimos como hasta 755 se produjo una sucesión de luchas entre las diversas facciones musulmanas en un ambiente de ausencia de Estado, donde se imponía quien tuviese mayor capacidad militar. Esta secuencia de enfrentamientos se truncó con el audaz golpe de Abd al-Rahman I, que supo organizar unas amplias clientelas en torno a sí y un ejército compuesto en parte por mercenarios. Para conseguir los recursos económicos necesarios para mantener este sistema aumentó las cargas fiscales a los mozárabes y confiscó bienes y tierras a sus oponentes y a la antigua nobleza hispano-visigoda.
Sin embargo, la situación no se estabilizó de forma definitiva ni mucho menos; las revueltas y sublevaciones continuaron durante los siglos IX y X, alternando con cortos períodos de calma. Durante el emirato de Hixam I (788-796) sus hermanos, Sulaymán y Abd Allah, le disputaron el poder. Al-Hakam I (796-822) tuvo que hacer frente a revueltas en las marcas fronterizas del Norte y a una feroz sublevación en el Arrabal de Córdoba, por lo que recibió el sobrenombre de al-Rabadí. Abd al-Rahmán II (822-852) tuvo un gobierno más tranquilo en los asuntos internos, pero se vio obligado a hacer frente al movimiento de protesta de los cristianos (mozárabes) cordobeses. Durante el emirato de Muhammad I (852-886) estalló la violentísima sublevación de los muladíes de Ibn Hafsún, que se prolongó durante la época de Al-Mundir (886-888) y Abd-Allah (888-912), y que no fue sofocada hasta finales de 928, en tiempos de Abd al –Rahmán III (912-961); al año siguiente, éste último se autoproclamaba califa.
Quizás el fenómeno social más importante del período que va desde 755 hasta mediados del Siglo X es la conversión masiva de cristianos al Islam. Esto ocurrió, entre otras razones, porque los omeyas aumentaron considerablemente los tributos (dimma) que debían pagar los cristianos. La forma más fácil de evadir este pago era hacerse musulmán, lo cual no era complicado, bastaba con hacer profesión de fe delante de dos testigos. Teniendo en cuenta que el Islam es una religión cuyos fundamentos son fáciles de comprender, los invasores del 711 carecían de profundos conocimientos religiosos, eran soldados de fortuna y los conceptos trascendentes no les ocupaban mucho. Por esa razón, tampoco se exigía demasiada formación religiosa a los nuevos conversos hispanos (mulah). Probablemente, quienes primero se convirtieron al Islam fueron algunas familias de la nobleza hispano-visigoda, quiénes, además, practicaron matrimonios mixtos con los invasores. Como ya hemos dicho, la gran masa de la población comenzó a islamizarse a partir de la llegada de Abd-al Rahmán I, como método de evasión fiscal. Por otra parte, el hecho de que los primeros emires omeyas se embarcaran en la construcción de una administración del Estado, que antes no existía, fue otro elemento que fomentó la apostasía, pues durante los emiratos de Abd-al Rahmán I y Hixam I solo los musulmanes tenían acceso a los cargos administrativos y al servicio de palacio. No obstante, Al-Hakam I cambió de conducta y permitió el acceso a la función administrativa a los cristianos (mozárabes), sobre todo porque llegó al convencimiento de que no podía confiar completamente en los árabes, que atendían más a los deberes e intereses del linaje que a los del servicio al emir y al Estado.
Los cristianos que desempeñaban cargos administrativos fueron pronto considerados como colaboracionistas por aquellos otros que consideraban a los musulmanes como invasores e infieles faltos de legitimidad. Este último fenómeno fue creciendo desde la llegada de Abd-al-Rahmán I, pues anteriormente el hecho religioso se mantuvo en segundo plano. Un ejemplo más que evidente de la importancia que adquirieron los cristianos en el servicio palatino es el caso de que Al-Hakam, temeroso de las conjuras de los altos funcionarios cordobeses, formó una guardia personal, constituida por los jurs (silenciosos), llamados así porque no hablaban árabe, procedentes de los reinos cristianos y de tierras aún más lejanas; todos ellos estaban bajo el mando de Rabí, el comes (jefe de los cristianos) que dirigía la comunidad mozárabe en aquel tiempo. Este mismo Rabí recibió la orden de Al-Hakam I de reprimir la revuelta del Arrabal cordobés.
Se puede decir que a mediados del Siglo IX grandes sectores de la población eran muladíes, sobre todo en el Sur y el Este de la Península, donde las conversiones habían sido masivas. En la Meseta y en la zona Occidental abundaban mucho los mozárabes; la ciudad de al-Ándalus donde estos eran más numerosos era Toledo. En Córdoba también había muchos cristianos y no está probado que viviesen en barrios aparte de los muladíes; sí parece cierto que ninguno de ellos vivía en la medina, la zona noble de la ciudad.

                        Mozárabes.

Los cristianos, aparte de estar obligados a pagar la dimma, cada vez más onerosa, habían sufrido numerosas confiscaciones. A este respecto, Ibn al-Qutiya en Tarij ifti-tah al-Andalus, “Historia de la conquista de al-Andalus” afirma que el hecho central que marcó los sucesos del año 711 fue el pacto que hicieron los hijos de Witiza con los conquistadores, representados primero por Tarik, y después por Musa. Este acuerdo les habría permitido disfrutar de unas posesiones muy numerosas. Ibn al-Qutiya era descendiente de Witiza a través de una nieta del rey visigodo, Sara, casada con un miembro del ejército conquistador, que dio lugar a la poderosa familia sevillana de los Banu Hayyay, clan que protagonizó a finales del Siglo IX y comienzos del X una seria revuelta contra los omeyas cordobeses.
Esta situación en la que se encontraban los cristianos les impulsó a colaborar con los omeyas o a convertirse al Islam, pasando a ser muladíes. El problema era que los gastos de la hacienda cordobesa aumentaban de forma imparable y había que aumentar la presión fiscal de forma constante. Como los tributos de la dimma no eran suficientes fue necesario aumentar los impuestos a los muladíes, sobre todo a los de las provincias (coras), con el resultado de que el Estado Omeya se estaba convirtiendo en un imperio que exprimía a los habitantes de las provincias; este es el contexto que hizo estallar la sublevación de de Ibn Hafsún en 880, que estuvo a punto de derribar a los omeyas un siglo antes de su caída definitiva en 1031.

                           Dirham de Al-Hakam II.
Uno de los capítulos que causaba más gastos al tesoro del emir era el mantenimiento de una administración cada vez más extensa y compleja. Abd-al-Rahman II fue quién llevó a cabo una expansión administrativa en profundidad; para ello se inspiró en el aparato burocrático de los califas abbasíes. Organizó un cuerpo de visires, dirigidos por el hayib, una especie de jefe de gobierno. En Córdoba nombró un inspector de mercado, el Sabih al-Suq, y un jefe de policía, el Sahib al-Madina.
Los cargos palatinos fueron ocupados en un principio por clientes omeyas, sirios o árabes en general; todos ellos poseedores de tierras y beneficiados con rentas, subsidios y toda clase de privilegios. A partir de Al-Hakam I los cargos administrativos fueron pasando a manos de muladíes, judíos y cristianos. Sin embargo, los omeyas jamás intentaron prescindir de las clientelas árabes y sirias, sus patrimonios agrarios fueron respetados y sus rentas incrementadas a costa del erario palatino; todo ello a pesar de que la desconfianza de los emires hacia estas familias fuese aumentando con el tiempo. En el fondo estaba la cuestión de que los omeyas consideraban que la más sólida base de su poder descansaba en el apoyo de estos linajes, muy extensos además, como consecuencia de la práctica de la poligamia.
Otro capítulo que generaba un enorme gasto al Estado era el mantenimiento del ejército. El antiguo yund (ejército) árabe y sirio ya demostró su ineficacia cuando Abd-al-Rahmán I tomó el poder; para vencer a sus oponentes hubo de contratar mercenarios beréberes del Norte de África. Al-Hakam I dio un paso más y creó la guardia personal de los jurs (silenciosos), compuesta por mercenarios cristianos. Abd-al Rahmán II incrementó notablemente el número de mercenarios de la guardia y, tras la invasión de los normandos del año 844, ordenó que se construyese una flota de guerra, según nos narra Ibn al-Qutiyya:

“Ordenó que se construyese una atarazana en Sevilla y que se fabricasen barcos; se preparó la fábrica, reclutando hombres de mar de las costas de al-Ándalus, a quienes dio buenos sueldos y proveyó de instrumentos o máquinas para arrojar betún ardiendo. De este modo, cuando los normandos hicieron la segunda incursión en el año 244 (858/859) en tiempos del emir Muhammad, se les salió al encuentro en la embocadura del río (Guadalquivir) y se les puso en fuga; les quemaron algunas naves y se marcharon.”

La madera necesaria para construir esta flota se extrajo de los gigantescos bosques de la Sierra de Segura.
Otra partida que suponía un alto coste para el tesoro era el lujo necesario de la vida en palacio, sobre todo porque suponía la importación de productos muy caros traídos de Oriente. Según Ibn Hayyan, la renta anual del Estado en tiempos de Al-Hakam I era de 600.000 dinares, que ascendieron a un millón  en la época de su sucesor.
Tales necesidades financieras exigían un aumento constante de la presión fiscal, que recaía casi exclusivamente sobre cristianos, judíos y muladíes. El aumento de los impuestos se notó sobre todo en las provincias (coras) del Sur de al-Ándalus. Las marcas fronterizas del Norte estaban gobernadas por antiguas familias hispano-visigodas que se habían convertido al Islam poco después del 711. Estos walíes actuaban de una forma muy independiente y los habitantes de aquellos territorios soportaban menos exigencias del Estado cordobés. Sin embargo, todo el Sur y el Levante soportaban tantas cargas que la sublevación estalló en tiempos de Muhammad I. Los sublevados fueron en general muladíes y cristianos, pero también aprovecharon la debilidad del Estado las familias árabes y beréberes, que solo cuidaban de sus intereses tribales.
En los años 873-874 las malas cosechas provocaron una crisis de subsistencia; sin embargo, Muhammad I se empeñó en cobrar el diezmo, para lo cual depuso al prudente gobernador que se negaba a hacerlo y nombró en su lugar a Hamrun Ibn Basil, quien cobró el diezmo violando los domicilios, apaleando y ahorcando a los cordobeses resistentes al fisco.
Desde el año 874 existía un ambiente de revuelta en todo al-Ándalus, y en 878 estallaron los disturbios en Málaga, Algeciras y Ronda. En 880 comenzó a alcanzar fama Umar Ibn Hafsún, un muladí que se había sublevado en la Ajarquía malagueña. Llevando a cabo actos de bandolerismo desde su base del castillo de Bobastro (Colmenar), Ibn Hafsún se hizo dueño de las montañas circundantes.

                        Ruínas del castillo de Bobastro.

Durante el breve emirato de Al-Mundir (886-888), Ibn Hafsún consolidó su poder y amplió su radio de actuación, llegando hasta los alrededores de Priego, Jaén y Lucena. Ibn Idari nos ha transmitido uno de los discursos que Ibn Hafsún lanzó a sus seguidores:

“Desde hace demasiado tiempo habéis debido soportar el yugo del emir, que os quita vuestros bienes y os cobra impuestos aplastantes, mientras que los árabes os llenan de humillaciones y os tratan como esclavos. Yo no quiero sino haceros justicia y sacaros de la esclavitud.”
Entre 888 y 912 la revuelta muladí estalló en al-Ándalus, convirtiendo el país en un mosaico de señoríos independientes de los omeyas. Hubo un momento en que el emir Abd Allah apenas controlaba la campiña cordobesa. El emir hubo de hacer grandes concesiones a los señores autónomos, mientras el poder central se debilitaba cada vez más.
Ibn Hafsún tenía sus propios proyectos y comenzó a establecer relaciones diplomáticas; entre ellas estuvo el matrimonio de su hijo con una hija de Ibn al-Saliya, rebelde muladí del Sur de Jaén, y el intento de casar a su hija con el hijo de Ibrahim Ibn Hayyay, señor de Sevilla.
El emir Abd Allah intentó comprarlo, nombrándolo gobernador de la cora de Rayya (Archidona-Málaga), pero el muladí volvió a la disidencia. Ibn Hafsún era el dueño de una franja que iba desde Algeciras a Murcia.
Los años 890 y 891 fueron los peores para el Estado Omeya, pues la caballería de Ibn Hafsún merodeaba el arrabal cordobés de Saqunda. Fue entonces cuando Ibn Hafsún se convirtió al cristianismo. Éste acto demuestra por un lado la convergencia de intereses entre muladíes y mozárabes, y por otro la intención del rebelde de atraerse a los numerosos mozárabes que habitaban en Lusitania, la Meseta Sur y el Valle del Ebro. En aquel momento el Estado Omeya estuvo a punto de derrumbarse, pero entonces las familias árabes comprendieron que el fin del emirato cordobés significaba también el fin de sus privilegios. En Córdoba se tomó la decisión de combatir sin tregua a los muladíes sublevados y por primera vez se utilizó la religión en al-Ándalus como arma política y militar; se acusó a los muladíes de ser falsos musulmanes y se declaró la lucha contra ellos como yihad (guerra santa). Así sobrevivieron los omeyas a su más que probable desaparición.
En 912 fue proclamado emir Abd al-Rahmán III, y no esperó para continuar la guerra contra los sublevados. En 913 conquistó Écija y después las coras de Yayyán (Jaén) e Ilbira (Granada); al poco sometió las Alpujarras. Entre 914 y 917 realizó expediciones contra la Ajarquía malagueña; en este último año murió Ibn Hafsún y sus posesiones fueron repartidas entre sus cuatro hijos. En 919 asedió el castillo de Bobastro, base original de los rebeldes y en 922 llevó a cabo una gran campaña en la que arrasó las coras de Ilbira (Granada), Rayya (Archidona-Málaga), Takurunna (Ronda) y todo el Valle del Guadalquivir. En 923 volvió sobre Bobastro, saqueando la Ajarquía malagueña. Todavía tuvo que esperar a 928 para tomar Bobastro, último reducto de los sublevados.
En 929, año de la autoproclamación de Abd al-Rahmán III como califa, todos los focos de disidencia muladíes, mozárabes, árabes y beréberes reconocían la soberanía del Estado Omeya.
Los éxitos de Abd al-Rahmán III se debieron en buena parte a su capacidad para negociar; siempre ofreció condiciones ventajosas y cargos a aquellos señores rebeldes que optaron por deponer su actitud y jurarle fidelidad; a todos ellos los integró en el ejército cordobés.
Además, recurrió a los mercenarios, a menudo cristianos, a pesar de que aseguraba hacer la guerra santa. Fue él quien durante su etapa como califa nutrió su guardia con esclavos procedentes del Norte y el Este de Europa; algunos de estos esclavos fueron adquiridos para emplearlos en los cargos administrativos del palacio y en las tareas del harén; muchos de ellos, y los más caros, eran eunucos, y se les conocía con el nombre de fatás.

La Historia del Estado de los omeyas es la historia de la sublevación y la amenaza de revuelta constantes. Esto ocurrió en gran medida por ser aquella una sociedad fragmentada étnica, cultural y religiosamente; pero también fue responsable de aquella inestabilidad la propia estructura del régimen, basada en una clase dirigente cubierta de lujos y privilegios que vivía a costa de los tributos y obligaciones de la gran mayoría de la población. Aunque durante el período del Califato el ambiente general fue de tranquilidad, aquella mezcla de discriminación étnica, religiosa, económica y jurídica acabó haciendo saltar el sistema. A ello contribuyeron otros factores que analizaremos en la siguiente entrada de esta serie.

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