martes, 1 de diciembre de 2015

LOS OMEYAS. III

En la entrada anterior de esta serie hicimos una breve exposición sobre la forma en que se organizó social y políticamente el Estado de los omeyas; pudimos ver la manera en que el emirato soportó constantes sublevaciones y cómo estuvo a punto de desaparecer a finales del Siglo IX. Con la llegada de Abd al-Rahmán III al poder la situación dio un giro y al-Ándalus gozó de más de setenta años de tranquilidad interior y de una prosperidad que se ha convertido en un mito contemporáneo.
La época de Abd al Rahmán III (912-961) fue, sin ninguna duda, de gran prosperidad y bonanza económica. Como pusimos de relieve anteriormente, los primeros años de su gobierno fueron difíciles, pues hubo de someter a los numerosos señores territoriales que acaudillaban a los rebeldes muladíes, en especial a Ibn Hafsún, que estuvo a punto de acabar con el Estado cordobés. Pero a partir de 929, apaciguado todo al-Ándalus, comenzó una larga etapa en la que el Estado se afianzó y los omeyas cordobeses se convirtieron en dueños de uno de los imperios más ricos de su época.
En Enero de 929 Abd al Rahmán III adoptó el título califal y el sobrenombre honorífico de al-Nasir li-din Allah (El que combate victoriosamente por la religión de Dios). Este sobrenombre es toda una declaración de intenciones; la religión adopta un papel central a partir de este momento en el Estado de los omeyas, cuya principal misión es combatir a los infieles y a quienes se desvían del camino recto. Como veremos más adelante, se trataba solamente de propaganda para justificar el poder absoluto de los omeyas. La proclamación del Califato era, además, un reflejo de lo que estaba sucediendo en el Magreb, donde desde principios del Siglo X la secta fatimí había fundado su propio califato, ejerciendo un control sobre las rutas caravaneras del Norte de África, muy importantes para el comercio andalusí. El resultado fue que a partir de 929 en el mundo islámico había tres califatos, el Abbasí de Bagdad, el Fatimí del Norte de África y el Omeya de al-Ándalus.
La estabilidad del Califato Omeya se debió en buena parte a la consolidación de las estructuras estatales. Abd al-Rahmán III prescindió cada vez más de las clientelas árabes y sirias para ocupar los cargos de la administración palatina; en su lugar recurrió a los servicios de esclavos del Norte y el Este de Europa (fatás), muchos de ellos eunucos. Estos esclavos, mediante el control de los órganos del Estado, acabaron acumulando un enorme poder y despertaron el resentimiento de las familias de la aristocracia árabe.
En los asuntos militares el Califato de Córdoba siguió por el mismo camino que la administración civil, y quizás lo hizo de forma más radical. Abd al-Rahmán III convocó cada vez menos al yund (ejército) árabe, milicia aristocrática poco efectiva y de intereses muy particulares; en su lugar contrató a un gran ejército de mercenarios, muchos de ellos cristianos del Norte de la Península, y aumentó considerablemente la guardia del palacio, formada por un ejército de soldados de elite, esclavos todos ellos, que habían sido comprados en los mercados del Centro de Europa siendo muy jóvenes, y habían sido educados para la guerra y en la fidelidad al califa. En los tiempos de Al-Hakam II este ejercito de mercenarios y esclavos de Europa fue siendo sustituido por beréberes, como consecuencia de la expansión del Califato por el Norte de África y estrategia política y militar de al-Mansur.
A pesar de lo dicho anteriormente, los omeyas nunca abandonaron a sus clientelas tradicionales, bien al contrario, procuraron adoptar otras nuevas. Este es uno de los fenómenos peculiares de la política interna de Abd al-Rahmán III, intentó atraerse a los señores y líderes rebeldes muladíes contra los que había luchado. Sobre este asunto nos cuenta al-Jusani que cuando el cadí Aslam Ibn Abd al-Aziz iba a proceder judicialmente contra uno de aquellos, recibió desde las alturas la siguiente recomendación:

“ A estos señores que hablan romance, los cuales solamente se han rendido o capitulado mediante pacto, no se les debe tratar con desdén.”

Se sugería a Aslam Ibn Abd al-Aziz que no continuase el proceso incoado.
De lo que no cabe la menor duda es de que Abd al Rahmán III estuvo firmemente decidido a ejercer un control absoluto sobre todos los resortes del gobierno, y para ello decidió centralizar todos los órganos administrativos y apartarlos de la influencia de las familias aristocráticas árabes; por esta razón construyó la ciudad palacial de Madinat al-Zahra. Este conjunto palacial fue fundado en 936 al pie de la sierra cordobesa, y a ella fue transportado el tesoro, los departamentos administrativos, la prisión, los almacenes y los aprovisionamientos. Además, Madinat al-Zahra era un auténtico alcazar reducto, construido por Abd al-Rahmán  al no sentirse seguro en la capital; inquietud y desconfianza que se pondrían de manifiesto en las propias fortificaciones de al-Zahra.

                       Madinat al-Zahra.

Esta política de expansión y centralización administrativa y de grandes construcciones tuvo como consecuencia una expansión fiscal desconocida en la Europa Occidental de aquellos tiempos. Según Ibn Idari, las rentas del Estado andalusí en la época de al-Nasir se elevaban a 5.480.000 dinares; solo de sus dominios y de los mercados Abd al-Rahmán al-Nasir obtenía 765.000 dinares. La recaudación incluía las contribuciones y rentas, los impuestos territoriales, los diezmos, los arrendamientos, los peajes, la capitación, las tasas aduaneras y los derechos percibidos en las tiendas de los mercados urbanos.
Estos datos no deben hacernos creer que durante el Califato la presión fiscal fue agobiante para los habitantes de al-Ándalus. Es evidente que los grupos privilegiados de la aristocracia árabe veían incrementadas sus rentas sin pagar apenas tributos, mientras que muladíes y mozárabes soportaban el mayor peso fiscal; aún así el desarrollo económico de al-Ándalus durante el Siglo X fue tan grande que la mayoría mejoró su calidad de vida, sus recursos y su patrimonio; hecho que tuvo como consecuencia la adhesión de amplias capas de la sociedad a la familia de los omeyas, de ahí la paz interior que gozó el Estado durante más de 70 años.


Dirham acuñado en tiempos de Abd al-Rahmán III.          

Aún sí, aquella paz y aquel progreso siempre estaban pendientes de un hilo. En 937 Abd al-Rahmán III reunió a su ejército y lo dirigió contra Ibn Hashim, gobernador de Zaragoza que, considerando demasiado exigente al califa, le había jurado fidelidad a Ramiro II, rey de León, y se había puesto bajo su protección. Tras conquistar algunas fortalezas y plantarse ante Zaragoza, Abd al-Rahmán consiguió que Ibn Hashim volviese a la obediencia. Para rematar la campaña el califa hizo una incursión por tierras de Navarra, reino que, al menos de palabra, le juró fidelidad.
Pero todos estos acontecimientos hicieron recapacitar a Abd al-Rahmán. En principio porque era evidente que cualquier sublevación podía ser apoyada por los reinos cristianos de la Península. Además, el título de califa conllevaba en sí mismo el deber de hacer la guerra santa a los infieles, y era una afrenta que el rey de León no estuviese sometido al Califato. Por otra parte, aquellas tierras del Norte podían ser sometidas a tributos, lo que no era despreciable para una Estado con unos gastos tan elevados.
Considerando todo esto, Abd al-Rahmán creyó necesario someter por las armas a toda la Península Ibérica y cobrar tributos a todos sus señores y reyes. Así, en 939 reunió un formidable ejército, llamando a la guerra santa, y salió en busca de Ramiro II. Éste, por su parte, se coaligó con castellanos y navarros y fue al encuentro del ejército cordobés. La batalla tuvo lugar en Agosto de ese año en los alrededores de Simancas, donde Abd al-Rahmán sufrió una severa derrota.

                  El Pisuerga por Simancas.
Tras el desastre de Simancas, Abd al-Rahmán opta por un cambio radical en su política con respecto a los reinos cristianos de la Península; abandona las aspiraciones a someter totalmente aquellos territorios e inicia una estrategia basada en los pactos y en las intervenciones puntuales que le garantizaban una posición de arbitraje entre las querellas de los reyes y señores cristianos. Esta política le dio buenos resultados; en principio estableció una firme alianza en 940 con Sunyer, conde de Barcelona, y después, tras la muerte de Ramiro II en 950, recibió embajadas de leoneses, castellanos y navarros en Madinat al-Zahra. Esta situación se prolongaría en tiempos de Al-Hakam II, hasta que, coaligados de nuevo los cristianos asediaran en 975 la fortaleza de Gormaz, bastión fronterizo del Califato.

Castillo de Gormaz, (Soria).

Los tiempos de Abd al-Rahmán III fueron especialmente beneficiosos para la ciudad de Córdoba. La población aumentó considerablemente, hasta alcanzar la probable cifra de medio millón de habitantes. No prestando atención a las cifras de población, evidentemente infladas, que a menudo ofrece la incansable visión romántica, podemos decir sin miedo a equivocarnos que era la ciudad más grande de Occidente y una de las mayores del Mediterráneo. En la Medina habitaba una aristocracia árabe poseedora de extensas tierras y beneficiada con altas rentas y subsidios procedentes del tesoro del Estado, que es tanto como decir del tesoro personal del califa. En los barrios se había desarrollado una amplia clase media de comerciantes y artesanos. Los talleres cordobeses exportaban tejidos, joyas, cerámica, vidrios, bronces, marfiles y cueros. Otra de las actividades económicas que proporcionaban enormes recursos a Córdoba era lo que podríamos llamar “alta industria de la esclavitud”, consistente en educar a esclavos, y sobre todo esclavas, como músicos, cantores, danzantes, recitadores y poetas para revenderlos a un precio muchísimo más alto. La cultura se convirtió en un gran negocio en al-Ándalus durante el Siglo X, y continuó siéndolo durante el XI. De Oriente llegaban músicos y poetas, atraídos por el mecenazgo andalusí; en los palacios de la aristocracia árabe no faltaban filósofos que diesen un perfil intelectual a las reuniones festivas. Los libros eran apreciadísimos y se pagaban grandes sumas por los ejemplares raros.

Mezquita de Córdoba, Río Guadalquivir y red urbana.

El comercio fue otra gran fuente de ingresos para el Estado de los omeyas; sobre todo el que se practicaba a través de las rutas caravaneras que cruzaban el Sahara de Norte a Sur. De allí provenían productos exóticos como el marfil y el ébano, pero sobre todo el oro de la región subsahariana.
Un Estado tan ávido de recursos como el de los omeyas dio prioridad al control de aquellas rutas comerciales, a pesar de la secuencia inacabable de conflictos que aquello supuso. El principal rival en el control de aquellas rutas fue el Califato Fatimí. Las tribus norteafricanas se alinearon en uno u otro bando; los zanata se pusieron de parte del Califato Omeya, mientras que los sinhaya lo hicieron del Califato Fatimí. En fecha tan temprana como 927, Abd al Rahmán III ocupó Ceuta y Melilla, y en 944 prestó apoyo al rebelde Abú Yazid Majlad, que sitió al-Mahdiyya, capital fatimí. En 951 todo el Magreb Occidental estaba del lado de los omeyas, incluido el caravansar de Siyilmansa.

                        Siyilmansa, actual Reino de Marruecos.

Al-Hakam II continuó con la política de intervención en el Magreb y gastó muchos más recursos en ello. Las numerosas campañas militares que hizo el Estado Omeya en aquellas tierras fueron dirigidas por el general Galib, que contrató a miles de mercenarios beréberes y sobornó a los jefes magrebíes ofreciéndoles cargos y rentas en Córdoba. Al-Hakam II no dudó ni un instante en mantener este esfuerzo económico y militar que aseguraba el control del comercio de las rutas saharianas. En los últimos años de su gobierno se vio obligado a aumentar de forma considerable la presión fiscal sobre todos los habitantes de al-Ándalus por causa de la necesidad de obtener recursos económicos que financiasen a un enorme ejército en campaña permanente. Los tiempos de Abd al-Rahmán III se alejaban de una forma imperceptible y comenzaba el malestar social, pues para los cordobeses era una afrenta ver a los esclavos (fatás) dirigir los asuntos del Estado, acumular riquezas y tratar con desdén a todo el mundo. Madinat al-Zahra era un nido de intrigas y muchos sabían que las decisiones importantes se tomaban en el haren, y que los eunucos, que desempeñaban altos cargos, obraban con entera libertad en el gobierno de al-Ándalus.

Madinat al-Zahra.

Todo lo que construyó Abd al-Rahmán III se fue desmoronando con su hijo Al-Hakam II, y esto ocurrió porque las bases no eran sólidas. Si analizamos las soluciones que el primer califa dio a los problemas que aquejaban al Estado, podremos comprobar que eran circunstanciales, meras componendas que funcionaron bien durante un tiempo, pero que después acarrearon conflictos mayores.
De esta forma, consiguió la adhesión de las familias aristocráticas árabes concediéndoles más privilegios y más rentas. Lo mismo hizo con los caudillos de los rebeldes muladíes; se los atrajo otorgándoles cargos y beneficios. Pero todo ello a cambio de nada, solo de su poco fiable apoyo.
Los problemas étnicos quedaron simplemente apaciguados por la bonanza económica; el resentimiento entre árabes y beréberes continuó, el desprecio entre descendientes de los conquistadores de 711 e indígenas también.
En el aspecto religioso se vio obligado a declarar la guerra santa y proclamar el deber de todo musulmán de combatir al infiel. No obstante, pronto debió de apaciguar la intensidad de esta propaganda, cuando se convenció de que era más conveniente pactar con los reinos cristianos que combatirlos.
Además, aumentó su aislamiento de los grupos sociales que lo mantenían en el poder, prescindiendo de ellos a la hora de organizar el ejército, compuesto en su inmensa mayoría por mercenarios. Se rodeó de una guardia compuesta por miles de esclavos, que en sí misma era ya un gran ejército. Finalmente, abandonó Córdoba y se recluyó en el gigantesco alcázar-ciudadela de Madinat al-Zahra.
Tuvo, eso sí, la prudencia de no abusar en exceso de la presión fiscal, a pesar de que el mantenimiento del aparato de Madinat al-Zahra era fabuloso.

En la próxima entrada de esta serie analizaré cómo aquel Estado mostró todas sus debilidades y se derrumbó finalmente, para no volver a levantarse jamás. 

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