miércoles, 6 de enero de 2016

GUERRA Y ESTADO EN LA EDAD MEDIA. I

Cuando traemos a nuestra mente el Imperio Romano, aparece de forma inevitable la imagen de las legiones, avanzando sin descanso a través de Europa, Asia o África.
Es cierto que la importancia del elemento militar en la sociedad romana fue muy grande; como también es cierto que la creación de un ejército profesional fue uno de los factores determinantes en la evolución de la República hacia el Imperio.
En efecto, el ejército romano se profesionalizó enteramente en el Siglo I a. C. El soldado romano era un hombre que se alistaba siendo aún muy joven y prestaba servicio de armas hasta aproximadamente los cuarenta años, edad a la que se licenciaba y se instalaba en las tierras que le eran entregadas en propiedad como premio a sus servicios. Se trataba, por tanto, de un profesional de la guerra.
Aquel legionario romano tendía a la especialización; el servicio era largo y había tiempo para dedicarse a una tarea concreta; en la legión había carpinteros, herreros, armeros, guarnicioneros, canteros, agrimensores, y en las escalas más altas, ingenieros y otros técnicos con grandes conocimientos. La tropa no combatía de cualquier manera, sino que cada uno lo hacía estrictamente en su puesto y desempeñaba una función que conocía perfectamente.
Roma fue una sociedad ambigua en la que lo público y lo privado a veces estaban nítidamente separados y a veces se confundían de forma sorprendente. Cuando en tiempos de Cayo Mario el ejército se profesionalizó, a la misma vez sufrió un proceso de privatización; de manera que cada general reclutaba sus propios legionarios y les pagaba con su propio dinero. Julio César llevó este comportamiento hasta el extremo, utilizando al ejército como un instrumento útil para sus intereses particulares; en su descargo hay que decir que no fue el primero que lo hizo, el mismo Mario ya fue plenamente consciente del poder que le otorgaba aquel ejército profesional.
Durante el Imperio, los asuntos particulares del emperador se fueron confundiendo cada vez más con los asuntos del Estado. Mantener un ejército numeroso y eficaz dependía en buena medida de los recursos económicos disponibles, y dado que las necesidades defensivas aumentaron considerablemente en los siglos III y IV d. C., la presión fiscal de la hacienda imperial aumentó también en la misma medida, hecho que convenció a muchos para intentar eludir los gravosos tributos.
En el Siglo IV d. C. la hacienda imperial era incapaz de hacer frente a la defensa de todas las fronteras y a la represión de las revueltas y rebeliones internas, por lo cual, el Imperio fue dividido definitivamente en dos partes, Oriente y Occidente. Gracias a una mejor situación económica el Imperio Romano de Oriente consiguió sobrevivir y mantener un ejército profesional en buena forma; sin embargo, el Imperio de Occidente mostró desde finales del Siglo IV una severa dificultad para conseguir los recursos necesarios para su propia defensa. Carentes de estos medios económicos, los emperadores de Occidente se vieron obligados a hacer tratos con los germanos para evitar el derrumbe militar del Estado.
La Historiografía ha ofrecido casi siempre una imagen poco exacta de estos grupos humanos conocidos generalmente con el nombre de bárbaros. En primer lugar hay que decir que bárbaro en latín significa extranjero, sin expresar procedencia alguna. En segundo lugar hay que tener en cuenta que estos grupos de bárbaros eran a menudo heterogéneos, compuestos por gentes diversas, a menudo germanos, sármatas y otros iranios.
La imagen de estos bárbaros que transmitieron los historiadores del Siglo XIX y principios del XX es la de grandes naciones en movimiento, en busca de tierras donde asentarse; pero, la realidad fue otra, como demuestran los estudios más recientes. Es verdad que en algunas ocasiones hubo movimientos de grandes poblaciones, identificadas por el nombre de una nación concreta, pero a partir del Siglo IV d. C., los movimientos y hechos fueron protagonizados por bandas de guerreros capitaneados por un caudillo, que a veces tomaba el título de rey. Estas bandas, a veces muy numerosas, estaban integradas por auténticos profesionales de la guerra, gentes que desde hacía mucho habían sido desarraigados de las actividades productivas, y que eran unos excelentes soldados, de los cuales el Imperio Romano andaba necesitado.


                                 Yelmo germano del tipo spangenhelm. 

El primero que contrató germanos para servir en su ejército fue Julio César, en una fecha tan temprana como el año 55 a. C. Tras construir el primer puente de la Historia sobre el río Rhín y cruzar a Germania, alista como caballería auxiliar a unos centenares de soldados ubios, que le resultaron muy eficaces en su posterior enfrentamiento con el galo Vercingetórix. Posteriormente, es habitual ver a germanos formando parte de la caballería de las legiones, junto a galos, hispanos y dacios.
En el Siglo III d. C. los acontecimientos se precipitaron, pues junto a una grave crisis económica, el Imperio Romano sufrió una terrible presión en sus fronteras. Desde el Siglo II d. C. se estaban produciendo unos grandes movimientos de población en las llanuras del río Elba. Las causas de este fenómeno no han sido aclaradas, ya que pueden ser de carácter climático, demográfico o social, o de los tres elementos a la misma vez. Lo importante del caso es que el Imperio mantuvo sus fronteras a duras penas y aquello supuso un cambio en la política de reclutamiento de los soldados y en la organización del propio ejército. Desde este momento se reclutó masivamente a los bárbaros en la infantería. Con la intención de ahorrar recursos y aumentar la efectividad del ejército, se redujo el número de soldados que componían las unidades y se las estableció en lugares fijos, asignándoles un tramo de frontera a cada una de ellas. Por esta causa, la tendencia fue a reclutar gentes originarias de los territorios circundantes, tanto de un lado como del otro de la frontera.

             Torre de vigía en Becheln, Alemania.

A principios del Siglo IV a. C. la situación no había mejorado mucho en las fronteras, y el emperador Constantino hizo un pacto con los godos del Oeste, gracias al cual éstos se hacían cargo de la defensa de la frontera del Bajo Danubio a cambio de grandes sumas de dinero. En el año 376 d. C., el emperador Valente permitió que la mayoría de estos godos del Oeste se estableciesen en Tracia, dentro de las fronteras del Imperio, pues los hunos habían invadido el lugar donde habitaban; además de proporcionarles tierras se les asignaba un subsidio, a cambio de que defendiesen la frontera. La decisión imperial fue un error, porque poco después, en 378 d. C. los godos sublevados, infligieron una terrible derrota a Valente en Adrianópolis; en el transcurso de la batalla el emperador perdió la vida.
A pesar de estos acontecimientos, los emperadores de Oriente y Occidente no tenían más remedio que contratar los servicios militares de los bárbaros. La tendencia a establecer contratos con régulos que eran seguidos por una multitud heterogénea de guerreros aumentó; estos mismos caudillos ejercían como comandantes del ejército imperial. El resultado fue que a finales del Siglo IV d. C. el ejército romano se había barbarizado en un grado muy alto. Pero, además de este cambió en la estructura militar, ocurrió que la escasez de medios de pago de la hacienda imperial obligó al emperador a entregar tierras a estos grupos de guerreros, ya que carecía de moneda para recompensar sus servicios. De esta forma, los bárbaros pasaron a ser los defensores del Imperio, y sus caudillos los generales que servían al emperador.
Aquellos bárbaros no deseaban otra cosa que estar al servicio de Roma; eran, casi siempre, hombres alejados de cualquier actividad productiva, que habían empuñado las armas para ganarse el sustento. Muchos de ellos habían alcanzado un alto nivel profesional; conocían las tácticas de combate del ejército romano, poseían excelentes armas, que apreciaban sobre todas las cosas, y al cabo de muchos años de guerra y botín habían conseguido hacer fortuna.
A comienzos del S. V d. C. los bárbaros se habían percatado de que el poder imperial era una mera fachada que se derrumbaría con un simple golpe. Una vez más, fueron los godos del Oeste los primeros en dar un paso adelante; en 410 d. C., el rey visigodo Alarico saqueó Roma. En las primeras décadas de aquel siglo, vemos como grupos de vándalos, suevos, alanos y godos se instalan en distintos sectores del Imperio de Occidente y establecen pactos con las aristocracias romanas; gracias a esos pactos, estos grupos se establecen como élite guerrera que se encarga de mantener el orden y defender el territorio de nuevos advenedizos; a cambio reciben tierras como pago. Los débiles Estados que surgieron de estos pactos no duraron mucho, pues su supervivencia dependía de que aquellos grupos militares fuesen capaces de cumplir con la parte del trato que les correspondía, y esto, a menudo, era difícil que ocurriese. Como ejemplo, tomaremos de nuevo a los godos del Oeste, conocidos como visigodos.

                           Águilas visigodas.


Tras saquear Roma y toda Italia, los visigodos, fueron conducidos al Sur de Galia por su nuevo rey, Ataúlfo. En 415 d. C., los visigodos pactaron de nuevo con el emperador de Occidente, Honorio; el trato fue acordado por el rey Walia, en forma de foedus. Por este pacto, los visigodos obtenían tierras en el Sur de Galia y cuantiosos subsidios; todo ello según la institución de la hospitálitas, muy antigua en el derecho romano. A cambio, los visigodos impedirían la entrada en Italia de otros extranjeros, mantendrían el orden en el Sur de Galia y expulsarían a vándalos, suevos y alanos de Hispania; todo al servicio del emperador. En 418 d. C., el mismo Walia concertó un nuevo foedus con el emperador, obteniendo tierras en Aquitania y convirtiéndo a los visigodos en el ejército imperial de Occidente.


                                Hebilla de cinturón visigoda.


El número de guerreros visigodos que se asentaron en Aquitania debía ser aproximadamente de 80.000, sin duda el ejército más numeroso de aquel momento. Debemos tener en cuenta que iban acompañados de sus mujeres e hijos, con lo cual podemos estimar que el grupo humano sobrepasaba las 300.000 personas.
El Estado romano repartió parcelas de tierra entre los visigodos; dichas parcelas, conocidas como sortes, fueron expropiadas a sus antiguos propietarios. Sin embargo, según otra versión, las tierras no fueron entregadas en propiedad, sino que lo que recibieron los visigodos fue la tercera parte del impuesto que el Estado cobraba a los propietarios; se trataría, por tanto de un pago en especie que hacía el emperador a los soldados, sustrayéndolo de la recaudación.
Durante la primera mitad del Siglo IV d. C. los visigodos establecieron relaciones cada vez más estrechas con la aristocracia hispano-romana. En principio, se hiciron cargo de la defensa de las tierras al Norte del Ebro; después, cuando los vándalos pasaron a África en 429 d. C., los visigodos establecieron tratos con los aristócratas de la Bética, expulsaron a los alanos y ocuparon la mayor parte de la Meseta. En 451 d. C. formaron parte de una gran coalición compuesta por soldados imperiales, francos, burgundios, alanos y visigodos. Este ejército, dirigido por el general romano Flavio Aecio, se enfrentó a Atila en los Campos Cataláunicos, en la región de Champaña. Fue la última vez que el Imperio Romano de Occidente hizo un serio esfuerzo para mantenerse en pie; pocos años después, lo poco que quedaba del Estado se vino abajo y los distintos territorios que componían el Imperio de Occidente hubieron de organizarse por sí solos, con mayor o menor fortuna.
Con el tiempo, los visigodos fueron integrándose con la aristocracia terrateniente hispano-romana; algunos de ellos acabaron plenamente identificados con aquellos aristócratas y consiguieron extensas propiedades agrarias. Eran conocidos como los seniores gotorum, élite militar compuesta por unas 200 familias, entre las cuales se elegían a los reyes.

                                       Corona votiva del rey Recesvinto.

Como hemos visto, en el umbral de la Edad Media los ejércitos se reclutaban a través de contratos con caudillos o líderes, que gracias a su prestigio militar eran seguidos por centenares o miles de guerreros, muchas veces de procedencia heterogénea. En el Imperio Romano de Oriente tenían lugar las mismas prácticas; se establecían pactos con grupos de godos, vándalos, alanos, hunos, y tiempo después con turcos, eslavos y varegos. En general, el Estado dejó de reclutar un ejército permanente, prefiriendo comprar estos servicios de armas. Como a menudo se carecía de medios de pago, se recurría a la entrega de subsidios en especie o a la entrega de tierras, e incluso a los derechos a una parte de lo que producía el trabajo de los colonos. De esta manera, la guerra continuó siendo en buena parte de los territorios que antaño ocupara el Imperio Romano una actividad ejercida por profesionales, a los cuales se recompensaba con los productos de la tierra o la posesión directa de la misma.
Por consiguiente, no hay una diferencia apreciable entre los ejércitos del período tardorromano y los de los primeros siglos de la Edad Media. En ambos la organización es semejante, y también lo son el armamento y las tácticas de guerra. Si la infantería aún tenía gran importancia, se puede observar como la caballería cobra poco a poco un papel cada vez más relevante, dejando de tener una función auxiliar para convertirse en el arma decisiva en el combate. Los jinetes utilizaban pica y una espada larga, denominada spatha, útil para manejar desde el caballo; su origen está en la caballería auxiliar romana, compuesta desde mucho atrás por germanos y sármatas; la infantería germana comenzó a utilizarla también, a modo de herramienta de golpear sobre los hombros y la cabeza del enemigo; esta forma de utilizar aquel arma resultó eficaz contra la formación cerrada de la infantería pesada romana, armada de gran escudo y gladius, pequeña espada que servía para acuchillar.

                             Spathae.

Cuando los bárbaros traspasaron las fronteras del Imperio de Occidente ya eran dirigidos por una aristocracia que basaba su posición superior en la riqueza obtenida del pillaje y, sobre todo, en el prestigio militar adquirido por los distintos linajes que la componían. Dichos aristócratas combatían casi siempre a caballo; por tanto, la caballería fue convirtiéndose en la élite militar de aquellos ejércitos. Como muestra de su excelencia, aquellos aristócratas usaban magníficas armas defensivas y ofensivas, a veces con engastaduras de oro y piedras preciosas; entre los suyos eran los mejores, y debían demostrarlo, solo así conseguían mantener su prestigio. Desarrollaron una moral basada en valores militares y elevaron las armas hasta el nivel de objetos más deseados; incluso, en la tradición oral y escrita, las dotaron de personalidad, dándoles nombres famosos a algunas de ellas, e incluso otorgándoles propiedades mágicas. Esta moral guerrera profundizó durante toda la Edad Media y dejó nombres de armas legendarias, como el de la espada Excalibur.
Durante la Muy Alta Edad Media la infantería continuó teniendo un papel principal en la guerra. En los siglos VI, VII y VIII, las técnicas de combate de los infantes fueron en general idénticas a las de los siglos IV y V. Se combatía en formación, con varias lineas de fondo, pero sin la asombrosa organización de las legiones romanas de los siglos anteriores. La garantía de no ser vencidos era mantener la línea, pero ahora la cooperación no era tan absolutamente importante y el soldado buscaba a menudo destacar en combate; la spatha era un arma que ofrecía esta posibilidad. Los infantes utilizaban jabalinas y picas y se protegían en ocasiones con cotas de malla o armaduras de placas de acero; el escudo, ovalado casi siempre y de menor peso que los utilizados en el Alto Imperio se fabricaba de madera y cuero; la cabeza se protegía a veces con yelmos, algunos de los cuales eran obras de gran valor.

                                   Yelmo de Sutton Hoo, Ingaterra, Siglo VII.

La mayor parte de aquellos reinos que surgieron en el antiguo solar del Imperio Romano de Occidente tuvieron una estabilidad precaria y desaparecieron a la postre. Sustentados en una aristocracia latifundista y en una élite militar de origen bárbaro, su suerte dependía del éxito en la guerra y de las constantes rebeliones de los bandos nobiliarios. El reino que se creó en África tras la llegada de los vándalos en 429 d. C., procedentes del Sur de la Península Ibérica, fundado por el rey Genserico, basó su prosperidad en las ricas tierras cerealistas de la región de Cartago y el mantenimiento de una flota dedicada a la piratería que mantuvo el control del Mediterráneo Occidental durante el Siglo V d. C. Sin embargo, la aristocracia militar vándala no consiguió encajar adecuadamente con los antiguos aristócratas, mayoritariamente cristianos que obedecían al obispo de Roma. Además, y esto fue lo más perjudicial, no consiguieron encontrar un sistema de sucesión real que contentase a todos, y tras el progresivo debilitamiento de la élite militar, el reino fue conquistado por el emperador Justiniano en 534 d. C.
Igual fortuna tuvo el reino que fundaron los godos del Este u ostrogodos en Italia. Al igual que los vándalos y los visigodos, los ostrogodos fueron federados de Roma durante mucho tiempo. Su rey más importante, Teodorico el Grande, pasó su infancia como rehén en Constantinopla y recibió una educación romana. En muchas ocasiones los ostrogodos combatieron a las órdenes de los emperadores romanos de Oriente; en 488 d. C. entraron en Italia por orden del emperador Zenón I. Allí Teodorico venció a Odoacro, caudillo germano que tras servir a Roma se había coronado rey de Italia y era seguido por una heterogénea hueste, entre la que destacaba un núcleo de guerreros hérulos. El reino que creó Teodorico en Italia padeció las mismas debilidades que el que levantaron los visigodos en Hispania; las facciones de la aristocracia militar se enfrentaron entre ellas y la sucesión al trono provocó crueles luchas entre las familias. Como las estructuras sociales y administrativas romanas pervivieron enteramente durante el período ostrogodo, Justiniano, emperador de Oriente no encontró dificultad en conquistar la Península Itálica en 540 d. C.; el reino ostrogodo no había durado ni siquiera un siglo.


De estos reinos, denominados germánicos, solo dos prosperaron, el de anglos y sajones y el de los francos. En ambos casos el éxito se debió a causas diferentes, pero nosotros solo le vamos a prestar atención aquí al de los francos.
El Estado de los francos surgió en el territorio del Bajo Rin. Allí, una serie de poblaciones que se habían sacudido el dominio de Roma a comienzos del Siglo I d. C. se confederaron entre ellas y sus habitantes se denominaron a sí mismos francos, es decir, hombres libres. En el Siglo III d. C. muchos francos habían sido reclutados en las legiones que defendían la frontera del Rin; poco después, grandes grupos de ellos fueron asentados junto a aquella frontera y se les proporcionó parcelas de tierra para que las cultivasen. A finales del Siglo IV los francos de ambas orillas del río formaban parte de los ejércitos de los imperios de Oriente y de Occidente.
Como hemos dicho anteriormente, en 451 d. C. un ejército de francos combatió a las órdenes del general Aecio en la batalla de los Campos Cataláunicos; poco después, desaparecida la autoridad imperial en toda la Galia, los francos se expandieron hacia el Sur y el Oeste y se unieron todos, cisrenanos y transrenanos bajo un solo rey.
La confederación de los francos presentaba unas claras diferencias con respecto a los otros Estados germánicos que por aquel tiempo pugnaban por consolidarse. En principio, al Este del Rin, la población era totalmente de origen germánico, y al Oeste de dicho río, se trataba de una población altamente germanizada. En su mayoría eran pequeños agricultores libres que trabajaban sus parcelas de tierra; a veces, se trataba de tierras comunales, propiedad de la aldea o de una familia extensa. Aquellos campesinos acudían a la guerra cuando sus líderes lo reclamaban; no eran soldados profesionales, eran agricultores que dejaban el arado para empuñar las armas cuando era necesario. Un ejemplo que muestra el origen rural de aquellas milicias es que una de las armas que utilizaban era el hacha; en concreto un tipo de hacha conocida como francisque, muy útil en el cuerpo a cuerpo, y que parece ser que también se la utilizaba arrojándola a corta distancia. El hacha, una herramienta de trabajo de los habitantes de los bosques, también podía utilizarse como arma letalmente eficaz.

                            Francisque.

Pero sería un error considerar a la sociedad de los francos como una sociedad enteramente rural; cuando, a mediados del Siglo V d. C., se expandieron hacia el Sur, incorporaron una red de ciudades que habían jalonado la frontera del Imperio Romano durante más de 400 años. Se trataba de antiguos centros administrativos y comerciales, todos ellos cercanos a las orillas del Rin y del Mosa; destacaban Utrecht, Gante,  Boon, Colonia, Maastricht, Tréveris y Maguncia. A comienzos del Siglo V a. C. todos estos centros urbanos estaban muy germanizados, pero aún conservaban muchas formas y estructuras romanas en la sociedad y la administración. Los francos llevaban siglos familiarizados con esta red de ciudades, centros comerciales y culturales que con el tiempo constituyeron el núcleo del Imperio Carolingio.
Desde mediados del Siglo V aquella sociedad de los francos evolucionó rápidamente, no solo al integrar a las ciudades comerciales de las orillas del Rin, sino también debido a los éxitos militares y a la obra de un rey: Clodoveo.

                         Bautismo de Clodoveo.

Clodoveo no solo consiguió la fidelidad de todos los francos, sino que obtuvo grandes victorias luchando contra turingios, burgundios y alamanes; su triunfo más importante lo obtuvo en la batalla de Vouillé, en 507 d. C., en la que derrotó a los visigodos y les arrebató toda la Galia central.
Codoveo fue un hombre de Estado; al día siguiente de su victoria en Vouillé, recibió, en Tours, las tablas consulares enviadas por el emperador de Constantinopla, Anastasio y, por iniciativa propia, vistió la túnica púrpura y la diadema de los emperadores.
Clodoveo  creó en torno a sí una nobleza de fieles vinculados al rey; los restantes hombres libres fueron perdiendo, poco a poco, sus derechos políticos y militares; esto alteró profundamente la sociedad del reino franco y trajo consigo la concentración de la propiedad agraria; un reducido número de familias se adueñó de grandes predios.
Cuando murió Clodoveo en 511 d. C., el Estado franco quedó fraccionado, en manos de aquella nueva nobleza militar, propietaria de grandes fincas. Parecía, a principios del Siglo VIII, que la suerte del Estado franco iba a ser exactamente la misma que la de las precarias monarquías de los vándalos, ostrogodos, burgundios y visigodos, pero no ocurrió así. Una familia, procedente del país que se extiende entre el Rin y el Mosela, en el mismo corazón del antiguo territorio de los francos, ya fuese por ambición o por sentido de la supervivencia, venció a los demás nobles y los fue sometiendo a lo largo del Siglo VIII. En medio de una lucha de todos contra todos, Pipino de Heristal, gran terrateniente y perteneciente a la más alta nobleza franca, sometió las tierras al Este del Rin y la Borgoña. Su hijo, Carlos, apodado Martel,  venció en Poitiers en 732 a un ejército musulmán aliado de los aquitanos. Pero, quien concibió un auténtico proyecto político fue el sucesor de Carlos, Pipino, apodado el Breve, que entendió que Clodoveo había sido capaz de construir un Estado tomando como modelo el Imperio Romano.

                          Moneda acuñada por Pipino el Breve.

Por supuesto que el Imperio Romano de Occidente hacía ya 300 años que había desaparecido, pero aún pervivía el Imperio de Oriente lleno de poder y grandeza. Aquella familia que había ostentado durante mucho tiempo el título de Mayordomos de Palacio, había cimentado su poder en la posesión de grandes extensiones de tierra y en la capacidad de reclutar hombres fieles, entre los cuales habían sido repartidos beneficios y fincas, hombres que defenderían primero al señor de Heristal, luego a Carlos Martel y, finalmente a Pipino el Breve. Pero, como éste último comprendió, no bastaba con tener muchos hombres que te deben su buena fortuna; para construir un Estado sólido, un Estado como lo fue el Imperio Romano, era necesario tener el beneplácito de Dios mismo. Si el Estado quedaba consagrado, su fortaleza no solo sería grande, sino legítima.
Con este objetivo, Pipino el Breve se hizo coronar rey de los francos con el apoyo del papa Zacarías en 751, y poco después acogió al papa Esteban II, acompañado de seis cardenales, en su dominio real de Ponthion, en la Champaña. Entonces el papa se instaló en el monasterio de Saint Denis, donde él mismo consagró al nuevo rey. Pipino, por su parte, reconoció al papa el gobierno de la ciudad de Roma y la posesión de las provincias bizantinas de la Italia Central; para cumplir con esta última parte del trato, el nuevo rey entró dos veces en Italia con un ejército y derrotó a los lombardos que amenazaban al papa.
Como podemos comprobar una nueva época daba comienzo; el resurgimiento de un poder imperial, heredero de Roma, basado en las armas de una nobleza fiel, se manifestaba paralelamente al concepto de una cristiandad unida bajo un único pastor, el papa, representante del mismísimo Dios en la Tierra. Dos poderes que parecían complementarse en apariencia, pero que acabaron compitiendo entre sí. La Edad Media avanzaba hacia su madurez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario