lunes, 6 de febrero de 2017

EL EFECTO IRVING.

Hay pensadores, escritores o artistas en general que han ejercido una gran influencia en la humanidad de manera muy evidente. Pongamos como ejemplo a Rousseau, que marcó el comienzo de una nueva época en los aspectos social y político. Otros, sin embargo, han ejercido influencia de forma menos clara, o al menos la sociedad no ha tenido consciencia de dicha impronta. Uno de estos últimos fue Washington Irving, escritor y diplomático norteamericano, nacido en 1.783 y muerto en 1.859.

                                        Washington Irving.

Irving era un neoyorkino perteneciente a una familia de la burguesía comercial que nació el mismo año en que acabó la Guerra de la Independencia, gracias a la cual las colonias de Norteamérica se emanciparon de la corona británica. Era el año de 1.783 y en Nueva York todos admiraban a George Washington, héroe de la guerra; por esa causa, sus padres decidieron poner el nombre de Washington al recién nacido. Irving vino al mundo en el mes de abril, y la guerra acabó en septiembre, de manera que sus primeros años los vivió en un ambiente de euforia política por la victoria y la independencia obtenidas. Cuando tenía ocho años se aprobó la Carta de Derechos de los Estados Unidos, por lo que es fácil imaginar que tuvo una adolescencia en la que las ideas ilustradas y liberales dominaban en el ámbito político y social de Nueva York.

George Washington pasando revista a sus tropas.

Sin embargo, el joven Irving prestaba más atención a los libros de aventuras y a las leyendas y cuentos exóticos; devoraba los libros, según decían. Sus padres, como buenos burgueses, orientaron al muchacho hacia el negocio, proporcionándole una formación adecuada; es decir, lo pusieron a estudiar derecho, carrera muy útil para aquellos que desean medrar en el ambiente mercantil y financiero. Irving demostró ser un buen hijo, porque acabó los estudios de derecho, aunque su vocación era la literatura. Trabajó, siendo aún muy joven, en varios bufetes de abogados, y después viajó por Europa, donde se hallaban los intelectuales más importantes de la época y los restos históricos de muchos siglos. Emprendió el viaje en 1.804, el mismo año en que Napoleón se proclamó emperador. Debió quedar sorprendido al comprobar que los revolucionarios republicanos franceses al cabo de unos años habían aceptado a un emperador. Fue entonces cuando se percató de que el idealismo revolucionario se había transformado en un sentimiento romántico, en el que la pasión se imponía a la razón. Napoleón no era un romántico, sino un ambicioso poseedor de una gran energía, pero encarnaba el ideal de lucha incansable contra las arbitrariedades del antiguo régimen nobiliario.

                                     Napoleón Bonaparte.


En cierto modo, Irving se reconoció a sí mismo en estos ideales; ¿acaso no era un apasionado de las lecturas sobre hechos heroicos en tierras lejanas y extrañas? Una de las hazañas de Napoleón había sido conquistar Egipto y atravesar el desierto hasta Siria. Todo ello encajaba perfectamente con la imaginación romántica y con las lecturas favoritas del joven americano. Desde niño había leído con apasionamiento las Mil y una noches y las leyendas orientales eran uno de sus temas favoritos.
Pero había que ganarse la vida, y en 1.806 regresó a Nueva York y fundó una empresa comercial con sus hermanos. Allí, entre contratos y pagarés, pudo polarizar su vida; o el materialista hombre de negocios, o el imaginativo y romántico lector de leyendas.
En aquella época escribió varios artículos y algunas pequeñas obras orientadas al público local; su intención era satisfacer su vocación literaria y darse a conocer entre los lectores de Nueva York. Poco a poco se le iba reconociendo su talento en toda la Costa Este, cuando recibió un golpe del que jamás se recuperaría, la muerte de su prometida, Matilda Hofmann. El romanticismo de Irving quedó desde aquel momento teñido de unos tonos oscuros, que mucho más tarde se reflejarían en su obra literaria.
En 1.814, tras la derrota de Napoleón, Europa estuvo durante un año en paz e Irving aprovechó para trasladarse a Inglaterra para trabajar allí en los negocios de la empresa familiar. Aunque Napoleón regresó del exilio en Elba en 1.815, fue derrotado definitivamente poco después en Waterloo y el continente entró en un período de paz que duraría varias décadas.
Sin embargo, en 1.818 la empresa familiar quebró y Washington Irving decidió permanecer en Europa dedicándose a lo que realmente le gustaba, la literatura. En esta época tuvo la ocasión de conocer a otros escritores europeos, románticos, con los cuales mantuvo una fructífera relación intelectual. En 1.820 escribió The Sketch Boock of Geoffrey Crayon, donde se incluía la Leyenda de Sleepy Hollow, que confirmaría definitivamente su popularidad entre los lectores de Estados Unidos.

                          El jinete sin cabeza.

Irving, en plena madurez, era un hombre amable y muy educado; su carácter le proporcionaba el aprecio de todo el que trataba con él; era, en resumidas cuentas un gentleman. En Estados Unidos había conseguido fama de hombre culto e inteligente, y no había pasado desapercibido en el mundo de la política. En 1.826 el embajador de Estados Unidos en España le pidió que fuese a El Escorial para investigar en los archivos que allí se guardaban sobre el descubrimiento de América. El deseo del embajador era que escribiese algo sobre este tema, basándose en lo que encontrase en los documentos.

                             El Escorial.


  Estados Unidos era por aquel tiempo un Estado recién nacido, y todos los Estados necesitan de un mito. Si nos detenemos un momento a meditar sobre este asunto, comprobaremos que todos los Estados poseen un mito fundacional, una historia que explique el nacimiento de este fenómeno político. Esto ocurre porque el Estado necesita una causa que lo justifique. En cualquier caso, el mito fundacional es simplemente un mito; es decir, no tiene por qué ser algo verídico y contrastado; solamente necesita penetrar eficazmente en el imaginario de las masas e instalarse allí como una creencia.
La misión de Irving en El Escorial era colaborar en la fabricación de mitos útiles para Estados Unidos. El embajador no había escogido mal a la persona; Irving había demostrado una formación cultural de muy alto nivel, mantenía relaciones con otros escritores e intelectuales de la época y, lo más importante, amaba profundamente el cuento y la leyenda.
Fue en Madrid donde Irving entró en contacto directo con la sociedad y la cultura españolas. Por supuesto que el personaje central de una mitología fundacional americana era Cristobal Colón. El problema estaba en que se trataba de un personaje algo esquivo y que la documentación que a él se refería estaba diseminada por varios lugares de España. Empeñado en su investigación, Irving viajó a Sevilla para visitar el Archivo de Indias. Entró en Andalucía por Despeñaperros y bajó por el Valle del Guadalquivir hasta llegar a Sevilla.

                          Archivo de Indias, Sevilla.

Antes de llegar a España, Irving ya tenía una imagen de aquel país instalada en su cabeza. Dicha imagen estaba bastante alejada de la realidad y había sido construida sobre ciertas lecturas de ambiente medieval y hechos guerreros de la Reconquista, además de El Quijote. Sin mayor problema había completado esta imagen con sus lecturas juveniles de Las Mil y Una Noches; de tal manera que al llegar a Madrid debió chocarle el áspero ambiente castellano. Esto no desanimó en absoluto a Washington Irving, porque, como veremos, se desentendió de la realidad y abrazó con mucha más fuerza lo que su imaginación deseaba. Al fin, era un romántico y no le interesaba lo rudimentario de la vida, prefería la enorme belleza de la fantasía.
Fruto de aquel trabajo fue la redacción de varias obras sobre Cristobal Colón y otros descubridores. Sumergido en esta labor, se interesó por todos los aspectos de la época de los Reyes Católicos, entre ellos, la guerra con el reino de Granada. El tema le gustó tanto que comenzó a escribir un libro al que tituló Crónica de la Conquista de Granada. Fue tal su entusiasmo por este asunto que llegó a abandonar los trabajos sobre Colón y quedó absorto con la historia del reino de Granada.
Pero, ¿por qué tenía tanto interés para Washington Irving la historia de aquella taifa? Pues bien, todo consistía en que el reino de Granada era una sociedad moribunda; era el resto que había quedado del mundo hispanomusulmán, y que desapareció definitivamente en 1.492. Este gusto por lo que muere o ha muerto para siempre es muy romántico. A los románticos no les gustan los edificios recién construidos, prefieren las ruinas decadentes; no les gustan los seres llenos de energía que ascienden por la escala de la vida, prefieren los que,desgastados, caen sin remedio por la pendiente que lleva a la desaparición; ésta es la causa por la que Washington Irving se sintió irresistiblemente atraído por el reino de Granada.
Era inevitable que Irving visitase Granada; el 8 de marzo de 1.828 llegó por primera vez a la antigua ciudad nazarí y la abandonó el 18 del mismo més; fue, por tanto, una estancia sumamente corta. Regresó a Sevilla para continuar escribiendo su Crónica de la Conquista del Reino de Granada y comenzó a escribir un cuaderno de viajes que más tarde acabaría llamándose Cuentos de la Alhambra.
La primera visita a Granada había sido excesivamente corta y el nuevo libro de viajes que estaba escribiendo exigía que hiciese otra visita a la ciudad. En mayo de 1.829 emprendió un nuevo viaje acompañado del príncipe ruso Dolgoruki. Gracias a estar al servicio del cuerpo diplomático de Estados Unidos en España, consiguió que el gobernador de Granada le permitiese alojarse en la Alhambra. Su intención era permanecer en la ciudad durante muchos meses, pero repentinamente recibió la noticia de su nombramiento como secretario de la legación norteamericana y tuvo que abandonar Granada a finales de julio de 1.829 para no volver nunca más. En total, sumando las dos estancias en la ciudad, Irving pasó en Granada poco más de tres meses; poco tiempo, pero suficiente para recopilar una colección de leyendas populares que incluiría en su cuaderno de viajes que ,como ya hemos dicho, titularía Cuentos de la Alhambra.


La Alhambra.

Cuentos de la Alhambra es un libro poco atento a la realidad con la que Irving se encontró en España. Al escritor romántico solo le interesaba la idea que él había elaborado previamente; después, utiliza sus experiencias e información recogida para adaptarlas adecuadamente al modelo previo.
Lo que no se puede negar es que Irving encontró la Alhambra tal y como él deseaba; es decir, en estado ruinoso. El antiguo alcázar nazarí estaba en el peor momento de toda su historia; no solamente porque la administración española hubiese descuidado su mantenimiento durante un siglo, sino porque los franceses, cuando se retiraron perdiendo la guerra, volaron varias torres y lienzos de muralla. Sobre esto último, Irving se muestra como un bonapartista cuando en Cuentos de la Alhambra dice:
"Durante las últimas guerras habidas en España, mientras Granada se halló en poder de los franceses, la Alhambra estuvo guarnecida con sus tropas, y el general francés habitó provisionalmente en el palacio. Con el ilustrado criterio que siempre ha distinguido a la nación francesa en sus conquistas, se preservó este monumento de elegancia y grandiosidad morisca de la inminente ruina que la amenazaba. Los tejados fueron reparados, los salones y las galerías protegidos de los temporales, los jardines cultivados, las cañerías restauradas, y se hicieron saltar en las fuentes vistosos juegos de aguas. España, por lo tanto, debe estar agradecida a sus invasores por haberle conservado el más bello e interesante de sus históricos monumentos."
Sin embargo, a renglón seguido, dice lo siguiente sin inmutarse:
"A la salida de los franceses volaron éstos algunas torres de la muralla exterior y dejaron las fortificaciones casi en ruinas."
 Este es el único comentario del libro que se aproxima un poco a los asuntos políticos de la época. No hay que olvidar que Washington Irving pertenecía al cuerpo diplomático de Estados Unidos en España y, por tanto, es lógico que no deseara tratar temas que levantasen suspicacias en la corte de Fernando VII.
Aquel año de 1.829 arreciaba la represión contra los liberales en España y continuaba el cierre  de periódicos que había comenzado en 1.823. A nada de esto hace referencia Irving en Cuentos de la Alhambra, que pretende ser, entre otras cosas, un libro de viajes.
El mismo Irving era un liberal, pero influido por el romanticismo, un nacionalista al cabo. Creía en un espíritu diferenciador de los pueblos, en una identidad que hacía que unos y otros estuviesen hechos de una substancia distinta.

                                        Fernando VII.

En cuanto a los españoles, como hemos dicho, tenía una idea previa elaborada gracias a sus lecturas de El Quijote, de algunas crónicas de la Reconquista y, aunque parezca extraño, de Las Mil y Una Noches.
De esta manera, cree ver en algunos personajes con los que se topa en su viaje desde Sevilla a Granada bien a Don Quijote, bien a Sancho Panza. Solo podemos pensar que esto se debe a una mala lectura de la novela de Cervantes, porque no cae en la cuenta de que en realidad ambos personajes representan dos actitudes opuestas del espíritu humano ante la vida.
En cuanto a la Mancha, la compara con los desiertos africanos, cuando se trata de una de las regiones más ricas, agrícolamente hablando, de España. Del Valle del Guadalquivir, con sus trigales, viñas y olivares, no dice apenas nada; o más bien, no le interesa decirlo. Sí que se extiende en las ariscas cumbres y oscuros peñascales de las Cordilleras Béticas, según él plagados de bandidos, y en los pintorescos pueblos de las montañas, donde el que no toca la guitarra, baila castañuelas en mano.
Pero Irving tenía la intención de crear una imagen romántica y todo lo que le viniese bien era aceptado sin complejos; por el contrario, cualquier cosa que no encajase en esta imagen era ignorado. Para él lo sustancial del asunto era el dramatismo de una civilización que desaparecía para dejar solamente vaporosos recuerdos, fantasmas. Todo, el reino de Granada, la Alhambra, el último rey nazarí, Boabdil, es idealizado, elevado hasta un nivel de perfección muy superior, casi absoluto.
La realidad es transformada por Irving con gran habilidad literaria de forma intencionada. Irving es un gran amante y conocedor del mito y la leyenda, y sabe cuáles son los ingredientes con los que elaborar una historia de este tipo. Esa es su intención, crear un mito que se instale en la mente de los que lo escuchan por primera vez. La belleza absoluta del paisaje y los edificios, el carácter casi mágico de los fenómenos naturales, la elegancia de unas gentes y un modo de vida que proporcionan un ambiente de irrealidad, son los elementos que componen el plano de fondo del mito; el patetismo de un pueblo y un reino que han desaparecido es el argumento de este cuento. Porque en realidad el libro debería titularse en singular, Cuento de la Alhambra.
Irving tuvo éxito, el impacto de su libro en el mundo anglosajón fue enorme; al fin consiguió ser el gran escritor que deseaba. Cuentos de la Alhambra, pensado para el público norteamericano, también tuvo una gran aceptación en Gran Bretaña; después sería leído en todo el mundo, pero nunca de la misma manera que en Estados Unidos; allí se convirtió en uno de los libros básicos de cualquier persona culta.



El éxito del libro, por tanto, no es casual, se debe a la habilidad y la inteligencia de Washington Irving; es más, la popularidad del mito fue muy superior a la del propio libro. En Estados Unidos la leyenda nazarí penetró tan profundamente que llegó a establecer categorías del pensamiento. Por supuesto que los norteamericanos comenzaron a imaginar a los españoles y a España como los describe Irving; pero además, estas características las trasplantaron también a todos los hispanoamericanos; por lo cual, todo lo hispano en cierto modo remite al fantástico y exótico libro romántico.
Hubo en España quien se percató de las interioridades de la faena de Washington Irving; de entre todos destaca el poeta granadino (en realidad nacido en Fuente Vaqueros, pequeña localidad agrícola a 25 km de distancia de Granada) Federico García Lorca. Sin duda el mito y la leyenda eran géneros que entusiasmaban a Lorca; el romance era otra de las fuentes en las que bebía el poeta en su búsqueda artística. Pronto se dio cuenta de que el poder de la imagen era el manantial del que brotaban las historias. Las imágenes podían estar cargadas de mayor o menor contenido narrativo; es decir, existen imágenes preñadas de historias. Este es el caso del mito, que al final se resume en unas pocas imágenes que generan historias.

                                        Federico García Lorca.

Lorca sigue tras los pasos de Irving; en él la moribunda Granada nazarí se transforma en un modo de vida, el de los gitanos andaluces, que asiste al derrumbamiento de su mundo, arrinconado por los avances del progreso social y económico. Al igual que Irving, Lorca crea un escenario ficticio, pero ya sin engaños, recreándose en él, y nos presenta a personajes paralelos a los del hundimiento del doliente reino granadino; ¿No es acaso Antoñito el Camborio el último de una dinastía, de una clase de hombres que desaparece con su muerte?
Lorca también alcanzó un gran éxito con su Romancero Gitano, que escribió un siglo después de que Irving escribiese Cuentos de la Alhambra; acabó convirtiéndose en un autor indispensable en la biblioteca de un anglosajón culto y bienpensante. En efecto, los anglosajones captaron rápidamente el hilo que unía al romanticismo de Irving con ese otro nuevo romanticismo de Lorca. El escritor norteamericano había creado un mito de sabor oriental y Lorca había utilizado las mismas herramientas, los mismos materiales para crear una mitología andaluza.
Lo curioso es que Lorca le devolvió la visita a Irving. En el verano de 1.929, acompañando a Fernando de los Ríos, uno de los jefes de la masonería española, viajó a Nueva York. La excusa del viaje era que Fernando de los Ríos había sido invitado por la Universidad de Columbia para dar una conferencia. Sin embargo, hay que tener en cuenta que de los Ríos era un influyente masón que se había iniciado en la logia Alhambra, donde había conocido al padre de García Lorca. El mismo Federico pertenecía a esta logia y había adoptado el nombre de Homero. Fernando de los Ríos se había convertido en el mentor de García Lorca en la masonería mucho tiempo atrás, cuando fue su profesor en la Institución Libre de Enseñanza; de hecho, Lorca comenzó a formarse en esta institución educativa junto a otros jóvenes masones por recomendación de Fernando de los Ríos.

                                   Fernando de los Ríos.

Fueren lo que fueren a hacer los dos a Nueva York, el hecho es que García Lorca aprovechó para escribir un libro de poemas de difícil lectura en buena parte. En dicho libro, no obstante, nos presenta a Nueva York como una ciudad inhumana y desagradable, la antítesis de la ficticia e idealizada Granada de Irving. Bastan los siguientes versos para entender la dureza con la que Lorca arremetió contra la ciudad norteamericana:
"La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas."
En pocas palabras, la contestación de Lorca al meloso libro de Irving es un cubetazo de reproches y gestos de repugnancia. De todas formas, el libro, titulado Poeta en Nueva York, es difícil de comprender incluso para los neoyorkinos; valga este ejemplo:
"Con una cuchara de palo
le arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara de palo.
Fuego de siempre dormía en los pedernales
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas."
Aunque parezca un tanto extraño, los norteamericanos encontraron este libro también fascinante, sin darse cuenta de que con respecto a los poemas románticos y exóticos que tanto les agradan es como la noche al día.
La imaginería de una civilización fantástica y azucarada pervivió en el mito de una Andalucía cubierta de velos y saturada de líricos gañanes, y su eco reverberó hasta donde es difícil imaginar. En 1.950. Ray Bradbury, escritor nacido en Illinois, Estados Unidos de América, crea en su libro Crónicas Marcianas, un ambiente donde, de nuevo, y en este caso en Marte, una civilización culta y elevada desaparece, dejando únicamente un sugestivo recuerdo de bellos edificios y poemas inefables. Es como si la imaginación anglosajona no pudiera desprenderse de los lacrimógenos boabdiles.
Sin embargo, es necesario decir que Ray Bradbury es uno de los mejores escritores del Siglo XX, desde mi punto de vista, por supuesto.




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